LA RELACIÓN ENTRE ARTE Y POLÍTICA (II)

art-and-politics-ii1El hacktivism (o «hacktivismo», en su adaptación al castellano) se relaciona con la actuación más transgresora de las restricciones de acceso y de los mecanismos de control de la red. Diseminación, acción directa y soluciones creativas son algunas de sus principales características. Su objetivo prioritario no sería otro que el promover el derecho a la libertad de opinión y expresión tal y como está recogida en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU.

Considerado el hacktivismo como «el uso de la tecnología para hacer avanzar los derechos humanos a través de los medios electrónicos» (definición propuesta por CdC – Cult of the dead Cow en el 2001) no es extraño que la aceptación de este conjunto de prácticas e intervenciones haya ido encontrado a lo largo de su historia un amplio respaldo, incluso procedente de algunas fundaciones altamente representativas del capitalismo financiero e industrial a nivel internacional.

Pero en lo que respecta al tema que nos ocupa en esta entrada para ARCO Bloggers, quisiera recordar que el hacktivismo ha sido relacionado desde sus inicios, una y otra vez, con el campo del arte, incluyéndose muchas de sus intervenciones y propuestas en el amplio conjunto de prácticas que conforman la historia del net art. En efecto, para los defensores de las incursiones «hacktivistas» las diferenciaciones entre net art y «net-activism» apenas serían posibles. No podemos olvidar que el hacktivismo fue definido en 1999 por Stefan Wray como «una convergencia entre activismo, arte y comunicación computerizada».

Me atrevería a decir que el concepto «arte» en este contexto de actuaciones vendría a ser identificable no tanto con lo que aporta esa acción como lenguaje o expresión, sino con el lenguaje que libera o ayuda a liberar. Se operaría de este modo una interesante transposición entre una tradicional idea del arte que lo identificaría como expresión de lo «reprimido» en el individuo y otra conceptualización del arte que lo vincularía a la expresión de lo «reprimido» (políticamente hablando) en el ámbito social.
Por supuesto, el considerar al hacktivismo como actividad artística en sí misma implicaría un problemático pero a la vez apasionante rechazo a cualquier división o separación entre el ámbito de lo imaginario y de lo real, entre las referencias políticas que la propuesta artística contendría y las pretensiones de una efectividad política «real».

En cualquier caso, e independientemente de que muchas de estas acciones hacktivistas hayan sido presentadas por sus promotores como «obras artísticas» o exclusivamente como acciones de activismo político, en mi opinión lo más relevante es que la crítica cultural, ejercida en cualquiera de los ámbitos mediáticos o fuera de ellos, dentro o fuera de lo que denominemos como «artístico», pueda llegar a encontrar en la actividad del hacktivismo un posible modelo de conducta. Se trata de valorar su competencia para reescribir códigos y reprogramar sistemas, para abrirlos o hacerlos colaborar en los flujos de una apertura informativa y de comunicación. Pues aquéllos, lejos de ser meramente herramientas o instrumentos de trabajo o producción, son también, en el fondo, fragmentos de códigos culturales y de programas sociales.

En definitiva, ¿no reside la capacidad política del  arte precisamente en su poder para alterar (aunque lo sea sólo a veces en la fulguración que dura una mirada) los códigos más hegemónicos de producción de sentido, de generación de experiencia y valor en nuestro mundo?; ¿no es acaso misión del arte más comprometido hoy su intromisión en esos códigos que organizan de una forma muy concreta nuestra vida y su necesaria subversión?

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